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Descripción

ATTILA VERES
NEGRO TAL VEZ
El malestar existencial de nuestro tiempo encarnado en doce extraordinarios cuentos de terror
SEXTO PISO

Páginas: 320
Altura: 23.0 cm.
Ancho: 15.0 cm.
Lomo: 1.7 cm.
Peso: 0.45 kgs.
ISBN: 978-84-10249-20-2

El tiempo que le queda Attila Veres Mi terapeuta insiste en que imagine una historia diferente para mi vida. Una historia en la que Vili no muera, o al menos no como lo hizo. Pero antes de poder imaginarme esa otra vida debo enfrentarme con lo que pasó. Esto me lo dice también mi terapeuta. Así que ahora voy a contar lo que pasó exactamente como pasó, todo lo que recuerdo hasta el momento en que perdí el control. Vili empezó a morirse un viernes. Estaba diluviando, lo que le confería a la escena el tono melodramático perfecto para dar malas noticias. Estábamos los tres sentados en la cocina, mi madre, Vili y yo. A Vili me lo había regalado mi abuela, la madre de mi madre, un primero de mayo. Lo recuerdo porque había estado intentando desesperadamente averiguar el significado de esa fiesta y nadie había sido capaz de darme una explicación satisfactoria. De hecho, en cierta medida el primero de mayo sigue siendo un misterio para mí. Habíamos ido a la feria toda la familia mi padre, mi madre y mi abuela para divertirnos un rato como tantas otras familias, para reírnos con los payasos y comprar tonterías de esas que en el momento parecen súper necesarias. Pero la diversión se quedó en nada porque enseguida se desató una tormenta que en unos minutos levantó todos los puestos. En el último momento mi abuela volvió corriendo para comprarme a Vili. El vendedor intentaba desesperadamente salvar su puesto de la destrucción, así que mi abuela cogió a Vili y se fue sin esperar que le diera el cambio, lo dejó ahí a merced del vendaval que pugnaba por arrebatarle los billetes de la mano. Mi abuela me plantó el regalo en los brazos y me dijo gritando era la primera vez que me gritaba, y solo lo hizo para que su voz se impusiera por encima del viento huracanado que cuidara de Vili y que nunca me olvidara de ella. En aquel momento no entendí por qué me decía eso. Era mi abuela, ¿cómo iba a olvidarme de ella? Y de repente, en mitad de la tormenta, tuve una visión espeluznante: sentí que el mundo estaba a punto de estallar en mil pedazos, que ese viento arrasaría los campos y se llevaría volando a la gente y disolvería el pasado y el futuro, y que yo me hundiría en un oscuro abismo más allá del tiempo. Abracé a Vili y eso me reconfortó. Era muy suave, muy cálido, y me hizo sentir que juntos podríamos resistir la violencia del viento. El encanto de Vili estaba en su sonrisa: no era una sonrisa forzada ni una condescendiente media sonrisa, ni tampoco esa mueca de amargura que tan a menudo tienen los animales de peluche. Vili tenía la sonrisa de un amigo: comprensiva, solidaria, alentadora y con algo también de adulta solemnidad. Aquella sensación de apocalipsis desapareció al entrar en el coche. Me abracé fuerte a Vili en el asiento de atrás y supe que todo iba bien. Mi abuela estaba sentada a mi lado. Noté que se le empañaban los ojos de lágrimas, pero me sonrió y me dijo que le había entrado arenilla en los ojos. Mi madre se giró en su asiento y miró a mi abuela con la severidad que yo creía que solo me dedicaba a mí cuando hacía algo mal, o cuando ella creía que yo había hecho algo mal, lo que al fin y al cabo era lo mismo. No creía que pudiera mirar así a nadie más, y mucho menos a su propia madre. No se dijeron nada y yo enseguida me quedé dormido abrazado a Vili. Después, durante una temporada, solo vi muy de cuando en cuando a mi abuela, hasta que un día mis padres me dijeron que se había ido a Australia para visitar a unos parientes y que no volvería por un tiempo. Me enseñaron en un mapamundi dónde estaba Australia, porque yo no acababa de entenderlo, y también un libro con láminas de canguros y otros animales extraños, que despertaron mi curiosidad. Deseaba que pudiéramos ir todos juntos a visitar a la abuela y ver canguros. Mi padre y mi madre estuvieron de acuerdo en que, si me portaba bien durante todo el año, ese deseo mío tarde o temprano podría hacerse realidad. Era solo un niño, seguramente por eso estaba tan ciego a la verdad, aunque dicen que los niños son muy sensibles a los pequeños cambios que ocurren en su entorno. Puede que yo fuera una excepción, o puede que mi madre fuese especialmente hábil para la mentira, incluso para mentirse a sí misma. Lo que sí es importante dejar claro es que yo en aquel momento estaba muy lejos de conocer la verdad, y la verdad era que mi abuela había muerto solo unos meses después de aquel primero de mayo. Mi madre le había pedido que no viniera a vernos porque no quería que yo la recordara como a una anciana enferma. Al parecer, la enfermedad fue consumiéndola a ojos vistas, aunque yo solo lo sé por mi padre, que me lo contó décadas después, un día que estaba borracho. Sé que mi madre trataba de protegerme cuando decidió mentir. Sé que ella quería lo mejor para mí, ¿qué otra cosa si no podría querer una madre para un hijo? En cambio, en medio de la borrachera y con la experiencia de sus muchos años, mi padre pensaba otra cosa, pensaba que mi madre le había tenido miedo a la verdad, que había sido incapaz de verbalizar que su madre estaba muerta. Sea como sea, el hecho es que para mí mi abuela siguió viva aún durante unos años, aunque para cuando Vili empezó a morirse ella ya hacía mucho que descansaba bajo tierra. Todo esto yo solo lo comprendí más tarde, ya de adulto....